Buscador

Búsqueda personalizada

lunes, 31 de marzo de 2014

27 Premio Relato Corto Sobre Enfermedades Raras: El espejo de la luna

La muchacha miró nuevamente el espejo, fabricado con plata pura, entrevió el reflejo de su pelo apareciendo por la porción inferior del pulido óvalo y se acordó inmediatamente de Blancanieves y también de Alicia llegando al reino de la reina roja y la reina blanca para jugar su particular partida de ajedrez.

De toda la exposición que acababa de ver, aquel objeto era el único que había ejercido una verdadera atracción sobre ella. Se trataba de un espejo griego, milenario, al que sus poseedores durante siglos le habían atribuido poderes mágicos. De hecho, alguno de sus antiguos amos consideraban que había pertenecido en su día a las brujas de Tesalia, que cubrían su superficie con sangre humana para ver el futuro.

- ¿Te gusta el espejo? - Dijo una voz dulce junto a su oreja.

- En cierto modo me fascina, pero también me infunde miedo. - Contestó.

Llevaba mucho tiempo sin mirarse en un espejo. Tantos años habían transcurrido desde entonces que sentía verdadero pánico por lo que pudiese encontrar.

Junto a ella, el muchacho que había conocido hacía unos meses en la biblioteca y que desde el día que se sentaron juntos por primera vez solía acompañarla en sus horas de estudio, la miraba con media sonrisa en los labios.

De pequeña, Diana había tenido un espejo que consideraba mágico. Siempre que se miraba en él veía a una hermosa niña. Sin embargo, un día los niños del colegio empezaron a burlarse de ella. Le decían que era horrible, que no le daban de comer en su casa, que era un esqueleto. Cuando decían esto último se acompañaban de gestos, como si de una marioneta se tratase. Un día, siendo ya adolescente, cuando llegó a su casa tomó el espejo y lo rompió golpeándolo contra el suelo. En los fragmentos de cristal quedó reflejada la última imágen rota de sí misma.

Pronto sus padres tomaron consciencia de que algo no iba bien y, tras consultar con media docena de médicos, uno de ellos le puso un nombre a su problema: síndrome de Marfan. Se trataba de una enfermedad de sus tejidos que hacía que éstos tuviesen una elasticidad mayor de la normal, lo que le daba un aspecto característico y podía dar lugar a complicaciones, especialmente a nivel de sus arterias y el corazón. En el momento actual, bajo sus ropas amplias, intentaba ocultar lo que a ella le recordaba la imagen de los represaliados en los campos de exterminio nazi. Y sin embargo comía, pero su particular genética le conducía irremediablemente a tener ese aspecto.

- ¿Sabes que Diana era una diosa lunar de la Antigüedad? - Añadió Jaime, el muchacho de la biblioteca - Quizás por compartir su nombre te corresponda más que a nadie ver tu imagen en ese espejo.

Diana sintió un estremecimiento que le recorrió la espalda. No ya por lo que acababa de decir Jaime, sino porque lo había dicho entrelazando con su mano sus largos dedos. Con delicadeza, tomó la mano que se le ofrecía y la acarició suavemente, sintiendo el cálido roce de su piel.

Armándose de valor, finalmente, tomó aire y se aproximó lentamente a aquel juez inmisericorde tallado en plata, del color de los mismos rayos de la Luna llena, para ofrecerle su rostro.

La sorpresa dio entonces paso a una sensación hasta ahora desconocida por ella, que se extendía desde su rostro hasta el centro mismo de su pecho, expandiéndose como una vaharada de aire caliente por sus extremidades. En el espejo no vio la imagen angustiosa que recordaba de su adolescencia temprana. Al contrario: allí, reflejada sobre la vetusta superficie argéntea, descubrió una imagen que la asombró, una imagen definida a pesar de las ondulaciones de la plata, que creaban un efecto curioso, como si el espejo de metal estuviese sumergido en una fina capa de agua. Al igual que sucedía en su infancia, el espejo mostró una joven de rasgos alegres, cuyos labios se fundían en uno solo con los del muchacho de la biblioteca.

Entonces descubrió Diana que los espejos mágicos no existen sino por medio del modo en que sus ojos querían verlos, y con aquella imagen de un beso sobre la luz petrificada de la Luna recobró la confianza en sí misma que años atrás había dejado en unos fragmentos de cristal en el suelo de su habitación, empapados en lágrimas.

El espejo, por su parte, continuó inmóvil en aquella vitrina durante las escasas semanas que duró la exposición. Jaime y Diana acudieron más días a contemplarlo, siempre cogidos de la mano, y todas las veces el espejo dijo siempre la verdad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario